Trabajar 15 o 20 horas a la semana y ocupar el resto en un ocio activo puede y debe ser suficiente para llevar una «buena vida» basada en los «bienes básicos» y en la que, ajenos a la adicción al consumo y al trabajo, ni siquiera sea necesario jubilarse.

Es la tesis que plantean los británicos Robert y Edward Skidelsky, padre e hijo, economista y filósofo, respectivamente, en su ensayo «¿Cuánto es suficiente?: Qué se necesita para una buena vida«, publicado esta semana en España por Crítica.

La respuesta la resumen en salud, seguridad, respeto, personalidad, amistad, armonía con la naturaleza y ocio, «bienes básicos» que a su juicio no son mensurables ni generan beneficios y quizá por ello han desaparecido del debate público.

Esto les lleva a «desafiar» lo que consideran una «obsesión» por el crecimiento del producto interior bruto (PIB) como principal objetivo de las políticas económicas.

Distribuir mejor

Matizan esta opinión no obstante en casos de recesión como el español.

«Si una economía está encogiendo como la española todo el estado del bienestar se está derruyendo, y eso es malo. Pero con mucho lo más importante es conseguir una mejor distribución. Una vez que se consigue recuperar una pequeña parte de crecimiento está bien, pero incluso cuando la economía española estaba creciendo, hasta 2008, el índice de desempleo era muy alto», destaca Robert Skidelsky.

La idea de que sería posible reducir el número de horas de trabajo sin que disminuyese el pago percibido por ellas a medida que aumentase el progreso tecnológico fue apuntada por el economista John Maynard Keynes en el breve ensayo de 1930 «Las posibilidades económicas de nuestros nietos».

Pero hubo un fallo en esta predicción, a juicio de Robert Skidelsky, catedrático emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick y biógrafo del ilustre economista: «Keynes asumió que a partir de un determinado nivel de riqueza la gente diría: tenemos suficiente».

Es decir, preveía que «el progreso moral y el económico irían de la mano», pero una vez que este principio se ha demostrado erróneo, la clave está en un elemento que el británico no mencionó: el Estado y su acción redistributiva.

«Ahora creo que debemos introducir al Estado y preguntar cuál debe ser la distribución de los ingresos. En ese momento diría que las posibilidades económicas de nuestros nietos dependerán mucho de como seamos de éticos y de cómo se desarrolla nuestro Estado, y es algo en lo que podemos influir a través de ideas y de acción política», continúa.

Ambos autores se apresuran a aclarar que no abogan por la abolición de la propiedad privada, pero sí por un «debilitamiento de la motivación del beneficio» a través de los impuestos.

El Estado, pues, debería estar presente en la redistribución del beneficio, la limitación de las horas de trabajo e incluso en una cierta restricción de la publicidad, aunque sin «interferir con la libertad de elección».

Debería por tanto permitirse a aquellos que lo deseasen seguir ocupados tantas horas como hasta ahora, aunque los autores están convencidos de que la productividad es inversamente proporcional al tiempo de trabajo, e incluso podría plantearse acabar con la jubilación.

Para Robert Skidelsky «en un sistema sensato se debería redistribuir el trabajo y el ocio entre las distintas generaciones, a través de toda una vida», abandonando el esquema «obsoleto» de que la fuerza está en la juventud y la debilidad en la ancianidad.

«De hecho, hay gente que se jubila a los 60 o 70 años y no saben qué hacer con su vida, porque han pasado la mayoría de ella trabajando duramente. Deberíamos darles más entrenamiento en el ocio», apunta Edward Skidelsky, profesor de Filosofía en la Universidad de Exeter.

Un entrenamiento que debería venir dado por una educación «a la manera clásica» que otorgase a las personas las herramientas intelectuales para ocupar su tiempo de un modo creativo y constructivo.

«En Atenas y en Roma había ciudadanos que, a pesar de ser improductivos desde el punto de vista económico, eran extremadamente activos en política, guerra, filosofía y literatura. ¿Por qué no tomarlos como pauta a ellos, y no al mulo?». El economista